En una casa de la zona
residencial más pija de la ciudad, el menor de la familia en edad, pero no en
estatura, mantenía una conversación con la responsable femenina de haberle
hecho formar parte de la humanidad:
–Mamá, esto lo tiro,
¿vale? No me fío ya demasiado de su aspecto.
–No, Nicolás, no lo tires
a la basura. Ponlo mejor en un platito de plástico y déjalo en la calle para
los gatos. Pobres animalillos.
Mientras tanto, el señor
vagabundo, cuyo nombre de pila desconocía o simplemente no recordaba, se
hallaba explorando la zona en busca de combustible para su organismo. Había
idealizado aquel lugar como el
paraíso, pues imaginaba que con semejante nivel económico la comida desechada
estaría totalmente exenta de agentes infecciosos, tanto por el exigente
criterio de calidad respecto a los manjares que, se suponía, tenían sus
habitantes, así como por los impolutos contenedores, los cuales había
previsualizado forrados en su totalidad con cristales de Swarovski.
Pero después de recorrerse
media barriada sin encontrar nada que raspar, inevitablemente la decepción estaba empezando a hacer
mella en el ánimo de don anónimo. En relativa lejanía divisó a un chico
saliendo de su casa. Éste portaba algo sobre ambas manos que dejó con cuidado
en el suelo, al lado de la puertecilla del jardín. Luego volvió a entrar. El
indigente pensó que sería conveniente ir a echar un vistazo y, nada más
comenzar la aproximación, vio como un grupo de perros flacuchos se le adelantaban.
Aceleró un poco el paso, sin desviar la mirada de la escena.
Pese a encontrarse ya
lo bastante cerca como para que le resultase posible distinguir las formas de
aquel misterioso objeto, los perros lo olisqueaban apelotonados alrededor, sin
dejar la más mínima parte visible. Pero unos metros antes de llegar el hombre
hasta su objetivo, los animales dieron media vuelta y se marcharon con cierta
prisa. Aquello era justo lo que él imaginaba: un plato lleno de sustancia. Una vez que se halló justo delante del plato se quedó un buen rato pensativo... La cuestión no era si
se lo enviaría o no al estómago, pues eso ya lo había descartado nada más
atisbarlo a media distancia, sino que se trataba meramente de averiguar qué
habría sido aquello antes de transformarse en medio kilo de masa putrefacta.
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