martes, 13 de septiembre de 2011

Historias de un sin techo - I -



Un pulcro indigente empujaba un carro de Hipercor, con cierto estrés, por la calzada de la calle principal, cuando el choque de una de las ruedas contra el bordillo de la acera le hizo desviar la mirada hacia el portal de un edificio. Su suelo estaba repleto de bolsas de basura, barro seco y múltiples folletos de propaganda desperdigados de manera caótica, entre otras exquisiteces ornamentales. Espantado, el hombre aparcó el carrito en zona azul, aprovechando que hasta las 16:30h salía gratis, y se acercó para observar con detenimiento aquella asquerosa pocilga. Tal era el hedor que el sitio desprendía que tuvo que taparse la nariz con el jersey para poder continuar avanzando.

Por mencionar algunos detalles más, así al azar, se podría declarar que el color de la pintura de las paredes apenas resultaba perceptible, que en la mayoría de buzones no figuraba el nombre ni el piso de los inquilinos 
o quizás es que las etiquetas yacían demasiado invadidas por el moho y que la barandilla era un eficaz atrapamoscas debido a la descomunal cantidad de grasa que la recubría. Al pie de las escaleras, un sospechoso charco por poco hace desnucarse al indigente justo cuando iba pellizcarse para comprobar si aquella horrenda visión, que le incitaba a sacarse los ojos con la cuchara de su navaja multiusos, se trataba tan solo de una pesadilla. Lo que finalmente estaba claro es que había que poner fin a la real inmundicia que reinaba en el interior de aquella entrada, antes de que rebasara la frontera que la separaba de la calle y comenzara a expandirse por toda la ciudad. Así que, sin vacilar un solo instante, el sin techo se autoproclamó conserje y se puso manos a la obra.

Decidió empezar por eliminar la voluminosa y casi uniforme capa de suciedad que aislaba a la pintura de la pared del contacto con el oxígeno, y para ello se vio obligado a sacrificar una de sus prendas. Con un culín lejía que había encontrado esa misma mañana junto al contenedor más cercano a su residencia de cartón, impregnó una de las mangas de su camisa. Y mientras el señor indigente frotaba y frotaba, haciendo uso de todo su poder muscular, bajó una vecina con alma caritativa que de inmediato prometió compensarle. Subió los escalones de dos en dos, con la ayuda de su bastón. Y en menos de tres minutos se le plantó delante con una enorme caja envuelta en papel de regalo de Mickey y sus amigos. 

El momento que surgió entonces en la susodicha entrada fue mágico y ambos lo vivieron con máxima intensidad. Se miraron a los ojos, con la ternura de un cordero recién degollado, sus mejillas se ruborizaron y la mujer comenzó a aproximarse sutilmente al caballero, al tiempo que iniciaba una extensión de brazos para hacerle entrega del paquete. Él lo recibió con gratitud y decidió empezar a abrirlo con sumo cuidado por una esquinita, comentándole que no tenía por qué haberse molestado. Ella respondió que le hacía feliz tener ese tipo de detalles con alguien tan bondadoso, aunque en el fondo sabía que lo hacía más bien porque sentía lástima por su situación y tenía el deber de ayudarle de alguna manera.

Cuando, por fin, el indigente terminó de desenvolver y levantó la tapa de la caja, vio que en su interior había una hucha que no funcionaba como maraca.




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