martes, 14 de abril de 2020

Rotatoria - Capítulo 1-


Misa en casa de Don Teobaldo
Son las 8:00 del decimoquinto día de cuarentena y todavía falta casi una hora para que Don Teobaldo abra la puerta de su casa provisional, que también es la provisional casa del señor donde celebra se ahora la misa. Al entrar en su salón, la primera cosa que puede apreciarse es la dispersa colocación de los asientos, la mayoría, sillas de plástico plegables de las que en condiciones normales se usan para ir de camping. El único sillón mullido que hay siempre lo ocupa la señora que vive al otro lado del rellano, Doña Casilda. Éste también se halla colocado con mucha estrategia, pues no debe olvidarse que, según las recientes normas decretadas por el Estado: las personas que se sientan en segunda fila no pueden permenecer cerca de las personas de la primera, al igual que las de tercera fila respecto a la segunda. Las personas de la derecha tampoco deben juntarse con las de la izquierda. Toser en presencia de otros está muy mal visto, y más aún si, quien lo hace, está situado frente al cura. En caso de inclumplirse estas básicas reglas, la raza humana podría llegar a extinguirse. De ahí la peculiar distribución de los asientos. Pero siguiendo fielmente estos preceptos, ¿qué hay de malo en el hecho de que los vecinos se reúnan a diario para mantener la comunicación con el de arriba? ¿Acaso no debe considerarse la misa como una de esas actividades esenciales permitidas a modo de excepción? ¿A qué clase de insensatos les despreocupa algo tan sumamente importante como la salvación de su alma?
Al otro lado del rellano, Doña Casilda en estos momentos se encuentra ya cansada de esperar para acomodarse en el sillón. La pobre mujer lleva más de una hora levantada y le ha dado tiempo a ducharse, vestirse, peinarse, desayunar, y ahora se ha puesto a pasar la escoba por el techo de las habitaciones por puro aburrimiento. Le estaba resultando harto difícil encontrar algo que hacer últimamente. No tanto por la cantidad de tiempo libre que la situación actual le dejaba, ya que lleva algunos años jubilada y a eso está más que acostumbrada, sino por el poco movimiento que había en los alrededores desde que se había anunciado el Estado de alarma. Ojalá fuese como su vecina de arriba, la joven influencer que, seguramente, se pasa el día durmiendo. Ella, sin embargo, había sido condenada con la desgracia de tener el sueño ligero. Le costaba permanecer en la cama, especialmente cuando los rayos de sol atravesaban ya las persianas, y por ese motivo necesitaba algo que hacer, algo en lo que entretenerse y con lo que poder saciar al mismo tiempo su enorme apetito de información novedosa. Demetrio, el carnicero ruso corpulento del primero, lo tiene más fácil. Al poseer una tienda de comestibles bajo el edificio, en la que, por supuesto, también se dedica a trocear carne, su vida social se ha visto un poco menos reducida. Aunque lo cierto es que a la mayor parte de su clientela lleva esas dos semanas sin verle el pelo. De hecho, desde que empezó la cuarentena, los únicos que compran allí son los inquilinos de Rotatoria, el famoso edificio del pueblo con una puerta de entrada giratoria que parece haber quedado en el olvido. Antes solía haber por allí un montón de críos jugando. A todas horas la puerta se llenaba de esos renacuajos tratando de atraparse unos a otros, y luego, cuando sus madres venían a buscarles, se pasaban a comprar unos filetes. El arquitecto que se encargó de diseñar el edificio era tan amado por unos como odiado por otros, o más bien, criticado por todos y tolerado por algunos.
Según Doña Casilda, a quien seguro que no había afectado para nada aquella epidemia que tan de cabeza traía ahora a todos, era a la niña que llevaba tres semanas viviendo con el cura. Ni siquiera la vio nunca abrir la boca. Así que no echaría de menos el contacto social ni la antigua afluencia de niños con los que nunca se mezclaba. Además, esa niña tenía algo siniestro en su mirada, siempre perdida. Qué casualidad que justamente el nuevo virus hubiese comenzado a expandirse solo un par de días después de su llegada. Y no era la única del edificio que lo pensaba. Solo esperaba que con el tiempo, Don Teobaldo pudiese expulsar todo ese mal de su interior. Los padres de la pequeña eran feriantes y se habían visto forzados a dejarla en la iglesia, a cargo del cura, tras cumplir la niña los seis años. Decidieron que sería lo mejor para ella porque de ese modo podría ir a la escuela para aprender algo diferente al oficio de feriante. A ellos no les quedaba otra alternativa que seguir con lo suyo. Nunca habían trabajado de otra cosa y los empleos escaseaban. O al menos esa era la versión oficial del asunto que casi nadie conocía. Por supuesto, Doña Casilda, que estaba al tanto de todo, opinaba que aquello no era más que una barata excusa para quitársela de encima. ¿Dónde andaban sino los padres de la niña ahora que la feria y todo evento masivo habían quedado suspendidos? De alguna forma podrían averiguar que su hija residía provisionalmente en el edificio. ¿No es el amor ese sentimiento que todo lo puede, sea cual sea la circunstancia? Demetrio le daba la razón. A pesar de sus rudos modales, de su tendencia a la bebida y del carácter que gastaba, aquel hombre en el fondo era una persona muy sensata. Desde que se conocían, no recordaba que jamás le hubiese llevado la contraria. Ya podrían aprender de su sabiduría tanto la dormilona y maleducada de arriba como el palurdo del campesino al que tiene tiene arrendado por una módica cantidad de dinero al mes. Y qué decir también del muchacho alegre que trabajaba como maquillador y cómo asesor de imagen personal... Qué decir de esa criatura tan tremendamente desviada.

A las 8:45 una bala de cañón cruzó el rellano de la tercera planta, sincronizándose a la perfección con la apertura de la puerta que sujetaba Don Teobaldo. No importaba demasiado que la ventisca le hubiese dejado a la influencer de moda todo el pelo alborotado, ya que seguramente se habría pasado la noche despierta montándose su propia fiesta en modo 'streaming' y cuando volviese de tirar la basura se iría dormir bien a gusto la mona. El cura, prácticamente calvo, tenía el pelo perfecto. Cuando se giró para volver a la sala Doña Casilda ya estaba acomodada en su asiento. 

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